Un amarre poderosísimo
En estas prosas breves, Tatiana Cibelli explora las posibilidades de armar y desarmar un texto, una historia, una imagen o una familia y se pregunta si el recuerdo de los seres amados se desintegra antes o después que las fotografías en las que persisten.
Encuentro una foto de mi mamá. Debía tener unos seis años. No sé dónde estaba, a quién miraba detrás de la lente, pero completo la secuencia con todo lo oído, con las historias que alguna vez se colaron en la sobremesa. Veo el pelo largo, lacio, de mi mamá. Le cae por la espalda pero un mechón se cuela en el hombro. Se nota que sonríe aunque la foto esté dañada. Quiero advertirle, aconsejarle amorosamente que no se aferre a ese pelo oscuro, que pronto muy pronto en un rapto de locura mi abuela se lo cortará al ras. Necesito decirle que todo va a estar bien, pero que tenga paciencia, porque primero todo va a estar muy mal. Pero ella sonríe y sonríe y no podría arruinar ese flash de alegría.
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Mi papá se está muriendo. Estoy parada frente a su cuarto en penumbras escuchando cómo tose y tose hasta quedarse sin aliento. Me reafirmo que no puedo hacer nada: mi papá se apaga y voy a quedar huérfana, destino lógico y previsible al que no quiero llegar. Mi cuerpo está tenso, duro como una piedra anclado a ese pasillo en penumbras. Sé que debo recuperar la movilidad, hacer las cosas de otra forma, acercarme y agarrarle la mano, cumplir mi deber como hija, ahí en la oscuridad de la habitación y en la oscuridad de su sueño famélico de vida, en esa oscuridad cada vez más densa, pegajosa, pesada.
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Estoy sola mirando desde el final del pasillo la puerta entornada de la habitación de mi papá, en el silencio lo único que oigo es su respiración como un silbido agudísimo que cada tanto se convierte en tos. Un anuncio de que todavía respira, de que ha logrado que al menos un mínimo porcentaje de oxígeno ingrese a sus pulmones lastimados, que todavía no fallé como hija al no sostenerlo en el último aliento, que todavía puedo vencer mi miedo, avanzar por el pasillo, ser adulta, dejarlo ser un bebé a él, mirarlo y decirle que es el papá moribundo más hermoso. Reparar lo roto. Pero cuando me decido y empujo la puerta, me despierto súbitamente.
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La familia es un amarre poderosísimo.
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No tengo hijos, ya creo que no voy a tenerlos. Fantasée mucho con la idea. La posibilidad de construir una familia propia, desde cero, moldear esas relaciones como plastilina muy limpia. Pero nunca pasó y ya no tengo paciencia para intentar algo nuevo. En las fotos de su casamiento mi mamá tiene dieciocho años, la cara todavía redonda de alguien que apenas es un adulto. Sé que no evadí mi propia desmaterialización al no tener hijos, yo también me voy apagando. Creo que en este caso la transformación empieza cuando los padres finalmente mueren. Ésta es la condición para comenzar a convertirme en fantasma. Un punto de quiebre. Todo lo que pude haber moldeado quedó guardado en un rincón, resquebrajándose, llenándose de suciedad aquella masa de colores pastel.
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Preguntas que nunca voy a poder hacerle a mi mamá:
¿Qué se hace con las pertenencias de alguien que se murió, de repente, de imprevisto? ¿Está bien regalarlas si pensaba volver? ¿O deberíamos hacer una pira y tirarlo todo en una fogata inmensa, convertirlas en cenizas que se fundan con las suyas, entremezclar partículas de discos, remeras, libros, fotos, con pedacitos de aquella persona que tanto amamos?
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No sé de quién era éste lado de la cama. Me pregunto si el colchón guardará un poco de la forma, algo de la estructura de quien descansaba acá, si hay forma de rastrear los movimientos nocturnos, las preocupaciones paternas, los cuerpos dándose la espalda. ¿Mi papá habrá dormido manteniendo su lado, como una cordillera infranqueable, tras la muerte de mi mamá? ¿O habrá migrado hacia el medio de la cama, conquistando un terreno que en verdad no tenía con qué habitar?
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Los rituales también se construyen para cuidar a aquellos que amamos.
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No hay fotos de la infancia de mi papá. No importa cuánto revuelva esta casa, sé que no voy a encontrar ninguna. Sé también que las hubo, en algún momento, y sé que algunas de ellas colgaban en la habitación de mi abuela. Un marco de foto en el que la cabeza por triplicado de mi padre-niño flotaba fantasmagóricamente. Después vinieron las disputas familiares y las imágenes quedaron para siempre en cajas en un algún lugar inaccesible para él, entre palabras que se dijeron de más y otras de menos y una caja con las cenizas de una madre que no lo quiso lo suficiente. Su mirada oscura e infantil descansa en un armario que alguna vez fue de su abuela, con la que compartió habitación hasta que se fue de su hogar, ya casado con mi mamá. Se apiñan las vacaciones, los cumpleaños, la comunión, y todo tipo de eventos plasmados en aquel papel fotográfico, seguramente con la esperanza de que duren para siempre, o al menos los cien años de garantía del fabricante del material fotográfico, con la esperanza de retener al menos un poco la esencia de aquellos días que debieron haber sido perfectos a los ojos de las figuras paternas detrás de la lente.
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Preguntas que nunca voy a poder hacerle a mi mamá II:
¿Cuánto tarda un ser amado en degradarse?
Tatiana Cibelli Nació en Buenos Aires en 1993. Es Directora de Fotografía (ENERC) y post productora audiovisual. Algunos de los trabajos en los que colaboró han participado de festivales en países como España, Turquía, Bolivia y Venezuela.
Participa en talleres y clínicas de escritura desde el año 2020. En 2021 publicó su primer poemario Lo que intentamos cuidar (Litoral Dark) junto con el fanzine Qué es un hogar. En ese mismo año fue seleccionada en la categoría de Poesía de la Bienal de Arte Joven 21/22 e integró la antología Amenaza y Maravilla (Gog & Magog).
En agosto del 2022 participó de la Residencia de Escritura Isla de Río en Curadora.